

Dios nos creó a imagen y semejanza

Yo los he creado a imagen y semejanza mía para que se amen como Yo los amo.
¡Qué alegría saber que somos imagen del Dios que nos ha creado y enviado al mundo! El darnos cuenta de que Dios nos ha hecho perfectos (como Él), y que somos hechura de manos perfectas y divinas (Cfr. Efesios 2, 10) es motivo de gran gozo.
Muchas veces sabemos, en efecto, que somos imagen de Dios, pero olvidamos preguntarnos para qué fuimos creados a imagen y semejanza de Él, es por eso que te invito a que juntos descubramos el motivo para el cuál fuimos creados a imagen suya, así como la misión que esto conlleva.
Creados por Dios ¿para qué?
No busquemos responder a la interrogante del por qué fuimos creados, pues como decimos comúnmente: no querramos buscar respuestas en la paja de los textos, sino en lo profundo del corazón; encontraremos que la razón es simple: Dios nos creó por amor, por lo tanto, ¡somos maravillosamente extensión del amor más grande: del amor de Dios!
Esto no significa que estemos por ello obligados a vivir atados (amándonos) los unos a los otros, mucho menos atados a Dios para alabar su Creación, sino todo lo contrario: Dios nos creó libres y en pleno uso de esa misma libertad es el gozo natural el que nos invita a alabarlo. Hasta aquí, podemos decir que, ya que fuimos creados por amor, y ya que por nuestra sangre corre el amor de Dios, el fin u objetivo es que naturalmente vivamos amando, valorando desde el amor nuestra propia persona y la de los demás.
Nos hizo dueños y señores de la creación
Dios nos encomendó la autoridad para gobernar y dominar a la tierra (Cfr. Génesis 1, 26-31), esto no significa que podamos quitarle al antojo la dignidad o el valor a todo lo creado; por lo contrario, recibimos el encargo de cuidar, corregir, orientar y dirigir todo aquello que se nos fue dado utilizando la sabiduría e inteligencia humanas.
Desgraciadamente testigos somos de cómo a lo largo de la historia se ha mal interpretado la facultad de “dominio”, haciendo una lectura literal de lo que su misma definición nos lo sugiere: someter bajo el poder propio a alguien o algo. Esta arriesgada manera de comprender la autoridad sobre la creación desemboca en una enfermedad de poder y de riqueza.
Ya en el Antiguo Testamento, se relata cómo el faraón y los egipcios someten bajo su dominio a los israelitas, no reconociendo incluso su valor humano (Cfr. Éxodo 1ss). El deseo de poder y de grandeza corrompe el corazón del faraón, pero la mano providente de Dios se manifiesta escogiéndo de entre el pueblo oprimido a un hombre para devolverle a los israelitas la libertad para amar y ser amados.
Las leyes de Dios
En efecto, Dios nos hizo a imagen y semejanza suya, por lo tanto, libres. Pero la libertad, no obstante, debemos aprender a manejarla a fin de no romper la armonía con Él, con nosotros mismos y con el mundo que también es creación suya; por eso Dios entrega a Moisés en el monte Sinaí las tablas de la ley (Cfr. Éxodo 20, 1-21), no para caer en el mismo juego de someter al hombre bajo su poder, sino para orientarlo en la vida: en la convivencia con el otro, no cayendo en el pecado, no sintiéndose superior, ni imponiendo –en nombre de la libertad– un poder que Dios no aprueba.
Cristo, imagen humana y divina de Dios
Apareció en el corazón del hombre la soberbia, la rebeldía y el deseo no sólo de olvidarse de Dios, sino de ser más que Él. En estas circunstancias, el pecado, actuando en nosotros, intentó borrar aquella hermosa imagen que Dios mismo había impreso en nuestro corazón.
Otra vez la mano providente y generosa de Dios se hizo presente en la persona de su Hijo Jesús, hecho carne (Cfr. Juan 1, 1-18) no para castigarnos, no para juzgarnos como un justiciero juez, sino para restaurarnos y recordarnos nuevamente que somos imagen del único y verdadero Dios.
Al hacerse Cristo “carne” como nosotros, nos hace recordar que lo que nos identifica con Dios no es el aspecto físico, sino lo que somos por dentro: el espíritu. Decíamos al inicio del artículo que el espíritu de Dios (el amor de Dios) corre por nuestras venas… Pues bien, este espíritu nuestro, este amor que somos se debe traducir en acciones concretas, de ahí que Jesucristo no vino a abolir la ley sino a darle plenitud (Cfr. Mateo 5, 17), plenitud que se resume en el mandamiento del amor: amándonos como Él nos amó (Cfr. Juan 13, 34). Cómo podríamos decir que amamos a Dios a quien no vemos y odiar a nuestros hermanos que sí vemos (Cfr. 1Juan 4, 19-21).
Hasta aquí nuestra reflexión… Me despido recordándote que el fin de una clase de Catecismo no es solo aprender algo sobre Dios, sino ante todo reconocernos parte de Él, lo cual implica comprometernos a a colaborar con el plan divino: En este caso concreto no basta saber que somos imagen y semejanza de Dios, sino descubrirnos como creaturas de Dios, parte de Él, y por ello alabarlo con toda nuestra vida regalando amor a nuestros familiares, amigos y al prójimo (próximo).